El copiloto forzado

Marcos estaba convencido de que Eduardo era un imbécil, pero lo llevaba trescientos cincuenta kilómetros sin siquiera permitirle pagar un solo peaje. Imbéciles veía por todos lados, eso no era lo que realmente le molestaba. Su bronca interna se debía a la imposibilidad de evitar a este en tal situación. Cuando uno está solo con otro no hay más remedio que hablar. Es tan común como ineludible pasar por esta circunstancia, pero generalmente sucede en un viaje de ascensor (que dura unos treinta segundos) o a lo sumo en un micro (digamos treinta minutos). Pero un viaje de tres horas es imposible de sobrellevar hablando del clima o de lo rápido que maneja el chofer cuando no es hora pico.
Eduardo, el conductor, tenía una actitud más positiva. Fuera porque realmente le interesaba saber las edades y profesiones de los hermanos de Marcos o porque no quería adormecerse por la monotonía de la ruta, parecía no permitir que se creara un momento de silencio mayor a diez segundos.
Marcos había notado, en cuanto subió al auto, el olor a lavanda de un aromatizante. Luego recordó el odio que sentía su vecino por el humo del cigarrillo y supo entonces que no podría fumar durante tres horas. Presagió un viaje no solo incómodo por la molesta tendencia a hablar de Eduardo sino potenciado por la ansiedad de no satisfacer el vicio. El cigarrillo resulta ser un gran amigo del aburrimiento.
Al cabo de la primera hora, Marcos, pensando que dándole la razón lo dejaría satisfecho (y callado) ya había admitido la verdad del refrán del caballo y los dientes (suyos, supuso), que la vida había sido dura para Eduardo, que si no hubiera off side siempre echarían a los arqueros por la "ley del último recurso" y que la vejez no viene sola. Le hubiese gustado citar el refrán del buen entendedor y las pocas palabras o el de la boca cerrada y las moscas, pero pensó que quizá habría generado una paradójica discusión.
A la hora y media, las monosilábicas acotaciones de Marcos parecían desinflarse y morir, pero Eduardo pensaba que su acompañante no hablaba porque prefería escuchar. "¿Viste cómo lo pasó al camión?", decía. "Yo siempre que voy a pasar a alguien, y más si es un camión, o un micro... Porque los choferes de micros, aunque no parezca, son peores que los camioneros. Una vez...". Y Marcos presentía una eterna y aburrida anécdota.
A las dos horas de viaje, el copiloto se hundía en el asiento como si tal artilugio fuera capaz de invisibilizarlo. Ya estaba al tanto de todas las quejas habidas y por haber de Eduardo contra el presidente, contra las rutas, contra los que negociaban la "sana pasión de antes" por el fútbol, contra la suerte de otros, incluso contra su mujer y la eternidad del amor.
El paisaje era el mismo desde hacía mucho tiempo: pasto salpicado con vacas, alambrado interminable y postes perfectamente repetidos.
Pensó, con tibia esperanza, que cebar mate provocaría, al menos, algunos silencios oportunos. ¡Qué ingenuidad! Tuvo que escuchar las recomendaciones para "un buen mate" y las amables críticas.
Faltaban solo setenta y cinco kilómetros, pero la situación era insostenible para Marcos: deseaba, sinceramente, un mecanismo de expulsión, como el de los aviones. Y fue entonces cuando se dio cuenta que recién habían hecho la mitad, pues al día siguiente emprenderían tres horas más, en el viaje de vuelta. Miró el verborrágico perfil de Eduardo y se abalanzó sobre él forzándole el volante. El auto cruzó el carril contrario y dio tres vueltas en el aire. Ningún sobreviviente.

Juan Griss

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