Los actos escolares

       Ana, la maestra de primer grado, estaba un poco apurada. A los más autosuficientes los dejaba disfrazarse solos; después solamente los miraba y, si era necesario, los arreglaba un poco. A otros les tenía que poner todo: pecheras, sombreros y cinturones. Los que ya estaban vestidos jugaban a pelear con las espadas; no importaba si eran realistas o de San Martín; todos contra todos. Después, en el acto, sí sería importante.
            Cuando ya estuvieron todos listos, fueron de la mano hasta el patio (es que cuando van los familiares el Salón de Actos resulta muy pequeño).
            Dejaron un cuadrado vacío en el medio del pabellón central para los que actuaban. En uno de los costados estaba la directora, la maestra de música con el piano, que habían llevado hasta ahí, un señor que iba a filmar y algunas mamás que colaboraban con la organización. En los otros tres costados estaban distribuidos en sillas los alumnos, los de todos los grados, y detrás de ellos, de pie, los padres.
            La mismísima directora tomó la palabra. Presentó a los abanderados y a los escoltas e invitó a entonar el Himno Nacional.
            Entrada la tercera estrofa ya se podían distinguir varias cabezas adultas entre los alumnos, las cuales quedaron notoriamente al descubierto cuando ellos volvieron a sentarse. Algunos padres simulaban sentarse en sillas invisibles para pasar inadvertidos.
            Llegó el turno de la maestra de tercer grado, quien improvisó un breve resumen de los acontecimientos que creyó más importantes de la vida del Libertador: que nunca faltaba a la escuela, que creó la bandera mirando el cielo a orillas del río Uruguay (explicando que por eso nuestro vecino limítrofe comparte el celeste), que organizó a los vecinos que echaron a los invasores desde las terrazas (incluso que pagó los cientos de litros del carísimo aceite que hirvieron). Solo le faltó adjudicarle el gol con la mano a los ingleses.
            El murmullo de las madres que se acercaban, sigilosa y atrevidamente, pidiendo permiso al "escenario" tapaba las palabras de la carismática docente (afortunadamente para los conocimientos de cultura general del público interesado).
            Para cuando estaba por dar comienzo la simpática representación de la batalla entre españoles y criollos, las madres, con sus cámaras de fotos, habían reducido el espacio destinado a los pequeños actores casi a la mitad. La directora solicitó con severa amabilidad que volvieran a sus lugares, pero lo único que consiguió fue que se pusieran en cuclillas, escondieran las cámaras y, nuevamente, intentaran mezclarse con los alumnos.
            Casi imperceptiblemente, el espacio en que los niños del primer grado desarrollaban una feroz batalla fue haciéndose tan pequeño que los criollos pisoteaban, literalmente, a los vencidos realistas.
            Los acontecimientos históricos se representaban con razonable veracidad hasta que una madre, enfurecida por la muerte de su hijo, realista, soltó la cámara y se abalanzó vengativamente sobre el desafortunado pequeño que gritaba, siguiendo el guión al pie de la letra: "¡Viva la Patria!"

Juan Griss

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