El hombre que siempre se detenía en los semáforos


            Algunas personas parecen estar meadas por un terodáctilo. Todo emprendimiento, todo trayecto encuentra un trunco desenlace, una demora momentánea o persistentemente reiterada. Algunos se pescan hongos el día anterior a hacerse el carnet de pileta del club, otros son despedidos justo cuando acaban de licitar el cero kilómetro, y hay incluso quienes queman la yerba del primer mate.
            Un tiempo atrás, Jorge se había desempeñado como almacenero, Inspector de Tránsito, Instructor de aspirantes al mismo, lavapatrullas y Encargado Superior de la Circulación Vehicular en la playa de estacionamiento de un conocido supermercado situado entre los caminos Gral. Belgrano y Centenario. No hace falta aclarar que él era una de esas personas que se ven frustradas cualquiera sea su aventura.
            Paradójicamente, dado el rubro de sus anteriores trabajos, Jorge nunca había manejado ni lo había intentado, pero el desempleo lo obligó a realizar el postergado examen de manejo. Estableciendo un récord, según los empleados, lo obtuvo luego de la décimo primera chance.
            Ya motorizado y empleado como proveedor gracias a la magnánima paciencia del marido de su sobrina que le guardó el trabajo, descubrió, como quien adivina la identidad de Papá Noel, que su vida estaba plagada de señales inequívocas de equívocos: los semáforos se le ponían siempre en rojo al acercárseles. Lo que en un principio entendió como una simple casualidad y luego tendencia, finalmente lo aceptó con furiosa resignación. La ira lo tentó en varias ocasiones a desestimar la roja prohibición en esquinas desoladas, pero la ética retuvo siempre el embrague con pie de plomo.
            En 1 y 60 calculó que llevaba seiscientos setenta y ocho minutos esperando en semáforos en siete meses de manejo. Cuando finalmente le tocó el verde aceleró pensando que debería tener siempre consigo Esperando a Godot, que nunca terminó de leer.
            De haber nacido en Delfos y de haber tenido los contactos necesarios para solicitarle al oráculo que le anticipara lo que habría de ocurrir, o simplemente de haber utilizado el tiempo muerto para comprender que tantas señales negativas no podrían terminar en nada bueno, hubiera terminado de leer y escribir un final alternativo para los vagabundos que esperaban a Godot.
            Luego de una diligencia en City Bell y de cargar nafta, cruzó la rambla de 32  por calle 8 y el semáforo de 7 lo retuvo. Se estiró para sacar el libro de la guantera y cuando se enderezó vio por el espejo retrovisor una cuatro por cuatro acercándosele a mucha velocidad. Apenas si se veía el lomo encorvado del conductor que parecía estar buscando algo en un compartimiento del lado del copiloto.
            Un estruendo sordo, sin preludio de frenada, fue lo único que se oyó. El auto de Jorge, primero ante el semáforo, cruzó la línea peatonal y dio contra un vehículo que acababa de pasar la rotonda.
            Un sacerdote, enorme desde su perspectiva al ras del suelo, vestido con una túnica plástica, seguramente amarilla en honor de Apolo, lo miraba desde arriba haciéndole sombra con su cabeza rodeada por una aureola. Notó que lo palpaba con suavidad, seguramente buscando un bolsillo en el que hubiera monedas. Luego dijo algo, tal vez unas sacras palabras y se alejó. Jorge observaba el sol justo sobre su cabeza. Le causó gracia que el semáforo que también entraba en su campo visual estuviera amarillo. Contempló el eterno rojo y, finalmente, antes de sentir un peso extraño en los párpados, el semáforo se puso verde, como el de los Campos Elíseos.


Juan Griss

2 comentarios:

Juan Griss dijo...

A mí me gusta, así que me firmo.

Ju dijo...

A mí tb me gustó la bilogía de los semáforos, me gusta la metáfora.

seré de las que encuentra los semáforos en rojo o de las que los encuentra en verde?

:)