El vigía de la Facultad de Humanidades

            Con el semblante serio y una afanosa parsimonia, el juicioso alumno Mauricio Micatelli rodeó el cuadro de su bicicleta con una gruesa cadena enfundada en goma al fierro, quedando formado un seguro ocho. Tales precauciones no eran vanas, pues la seguridad de su transporte ya había sido burlada en cuatro oportunidades. Lo curioso de esta ocasión era que Mauricio no se disponía a adentrarse en el interior del edificio universitario.
            Dejó allí su vehículo y se alejó simulando no decidirse por qué comprar en los puestos de libros, siendo en realidad que solo ojeaba la permanencia de su bicicleta en el sitio. Tal paranoia tiene su explicación no solo en el hecho de que ya había sufrido cuatro pérdidas, sino en que, al comentarlo con otros ciclistas asiduos, se percató de que parecía haber cierta tendencia de los criminales hacia sus pertenencias. Estaba evocando tales tristes momentos y proyectando en su imaginación una soberbia paliza al malhechor cuando notó que una muchacha bajita y de anteojos se dirigía directamente hacia su celada pertenencia. En un principio observó que el perfil del delincuente que había ideado mentalmente no coincidía en absoluto con el de la joven, pero no tardó en sospechar que su apariencia era absolutamente favorable a tales fines. La mujercita ya se encontraba junto al objeto en cuestión cuando, tomada del manubrio, se inclinó en cuclillas en actitud sospechosa. Inmediatamente fue sujetada con violencia por el brazo y erguida a la fuerza por Mauricio... No es necesario precisar los detalles sobre las explicaciones que tuvo que darle a la desafortunada alumna que, completamente desinformada del plan justiciero, había encadenado su bicicleta junto a la de él.
            Volviendo un tanto abochornado a su posición de vigía, anduvo bastante tiempo paseando por las páginas de libros que ya se le presentaban con no muy alejadas posibilidades de ser adquiridos.
            No resulta difícil anticipar la consecuencia de este descuido: cuando regresó a la comisión a la que se había entregado, su bicicleta ya no estaba. Lleno de rabia, como es de suponer en tales circunstancias, corrió entre las calles 6 y 7 unas tres veces, no hallando entre los sorprendidos interrogados ninguna respuesta sobre el hecho delictivo.
            Cabizbajo y maldiciendo entredientes, emprendió el retorno a su casa (ahora a pie). Con paso reflexivo iba cuando, habiendo doblado en 5 y 49, (en uno de esos momentos en que algo nos hace levantar la vista para encontrarnos con el conocido en quien veníamos pensando) advirtió a lo lejos a la muchachita de anteojos perdiéndose en un umbral casi llegando a la esquina de calle 4, montada en una bicicleta. Luego de reparar en la aceptable duda sobre las probabilidades de que realmente fuera cierta su hipótesis del camuflaje de la zonza damita, corrió enardecido hasta donde, más o menos, la había visto entrar. Sin mayores detalles que una precaria descripción física y ante dos umbrales prácticamente iguales, no pudo más que montar guardia.
            Al cabo de casi una hora, la muchachita salió con la bicicleta. La persiguió al trote hasta alcanzarla a los pocos metros y la derribó con exagerada violencia. Enceguecido por la furia, recién a la media cuadra de pedalear notó que no había sido un acto justiciero sino un claro delito contra la propiedad ajena.


Juan Griss

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