El lector ambulante


De chico, José caminaba leyendo porque tenía la loca esperanza de aprenderse las lecciones en el camino desde su casa hasta la escuela. Con el tiempo y las malas notas entendió que no funcionaba, pero advirtió que resultaba una imagen bien simpática para los que lo veían tan compenetrado en su lectura. Incluso imaginaba que alguien lo detenía para preguntarle qué era tan interesante. Así fue como comenzó a abusar de la lectura ambulante: la mayoría de las veces simulaba leer, espiando de reojo en realidad para ver si alguien lo miraba.
En una oportunidad, viendo que, a unos tres metros en dirección contraria, se aproximaba un par de piernas de mujer joven, buscó, como quien no quiere la cosa, un choque frontal. Y lo encontró, pero la sorpresa fue enorme cuando alzó la vista, mientras pedía disculpas, y vio que las bellas piernas y la bella cintura estaban acompañadas por un torso unido a dos brazos que alzaban a un bebé.
En otra ocasión, venía “leyendo” el Cantar de Roldán, siguiendo a una promotora de calzas azules, y bajó, confiado de su visión periférica, el cordón de la vereda; fue atropellado por un ciclista, quien le propinó una serie de insultos que involucraban a su madre, su hermana, su orientación sexual y su nivel de inteligencia.
José no culpaba de su infortunio al hecho de leer caminando. Sentía tanto cariño por ello que no solo se le había hecho costumbre, hábito, sino una necesidad. En las calles solitarias, sin muchachas, aprovechaba para leer. Después de todo, si alguna vez funcionara la táctica de acercamiento, necesitaría algo para decir sobre lo que estaba leyendo. Entonces memorizaba comentarios como: “Es como el Poema del Mio Cid, pero francés... Aunque de un héroe inglés que también luchaba contra los moros...”. Siempre andaba leyendo la Chanson de Roland, porque le gustaba la edición que tenía, robada de la biblioteca de su abuelo.
Finalmente, después de años de búsqueda y espera, sucedió el prodigio. En la esquina de su casa, volviendo, cerró el Cantar de Roldán, y mientras lo guardaba en la mochila, distraído, se topó con una señorita que desparramó (quién sabe si a propósito) todas las hojas de la carpeta que traía en sus manos. Gentilmente, se inclinó para ayudarla y notó que, además de los apuntes, había un libro: el Poema del Mio Cid. Inmediatamente entabló una culta conversación acerca de los héroes caballerescos cristianos de la Edad Media y... Una cosa llevó a la otra. Consiguió programar un nuevo encuentro.
El día señalado, en el lugar señalado, se encontró con Juliana Bramimonda, joven y entusiasta lectora. A José le pareció divertido confesarle su antiguo y excéntrico plan para conocer mujeres. A ella no tanto, pero admitió que era original. Sin embargo, lo difícil no fue hacer esa confesión, sino otra más importante: no conocía nada de otros libros que no fueran la Chanson de Roland, que a fuerza de caminatas había leído tres veces, y el Poema del Mio Cid, del cual apenas sabía que tenía una semejanza con el otro. Pero no fue obstáculo para ella, después de todo, él la escuchaba honesta y atentamente hablar sobre cualquier cosa. Sin más datos que sus nombres, la primera cita terminó con un tímido beso de despedida y la promesa de asistir al día siguiente a la misma hora, en el mismo lugar.
José estaba tan interesado en merecerla que, camino a la segunda cita, fue leyendo el Poema del Mio Cid. Y estaba tan interesado en merecerla que lo leyó entero en el camino. Pero estaba tan interesado en merecerla que cuando terminó había caminado durante horas. Y estaba tan lejos, que nunca llegó a tiempo.

Juan Griss

4 comentarios:

Ella también dijo...

Juan, esto men can tó

:)

Walter dijo...

¡Buenísimo el proyecto! ¡Felicitaciones!

Walter dijo...

Faaa. Mató esa ilustración. Me encantó el fondo de Plaza San Martín. Ja, ja. Buenísimo el laburito. El lector ambulante, uno de los mejores cuentos, con una de las mejores ilustraciones. Gran dupla.

Anónimo dijo...

Me encanto el cuento Juan, y Co se paso con la ilustración. Suerte con el proyecto chicos :)
Mariana