La mujer que nunca se detuvo en un semáforo


            Perla jamás había cruzado en rojo sencillamente porque nunca le tocaron semáforos en rojo. Era una mujer a la que su suerte le deparaba que nunca tuviera que esperar en ninguna esquina cada vez que conducía. Siempre, absolutamente siempre, por explicables razones que no vienen al caso, le sucedía algo que la retrasaba o apresuraba lo justo como para no detener la marcha: la congestión o descongestión vehicular le permitieron transitar de por vida como si estuviese paseando. En treinta y seis años de manejo jamás se detuvo ante un peaje, dado que siempre los halló liberados por intrincadísimas y variadas explicaciones.
            Observando un partido de ajedrez, cierta vez vio a un peón ganar todo el tablero y reencarnar sin ningún impedimento ni desviación. Esa noche soñó que era levantada con las uñas del pulgar y del mayor de un dios bastante aburrido.
Por supuesto, lo notó enseguida, a los pocos días de comenzar a conducir. Incluso intentó sin éxito torcer lo que parecía el rutinario andar de un caballo urbano. Finalmente lo aceptó con creciente naturalidad y gusto. Al año, luego de hablar con brujas, curas, intelectuales y escépticos (que a veces eran los mismos), ni se molestaba en mirar de qué color estaba. Dos días de suerte tuvo. Un conductor de una cuatro por cuatro que tampoco miraba los semáforos, aunque no lo hacía por la sencilla razón de que estaba acostumbrado a las calles rurales y porque era un sorete con buen seguro, pasó en rojo y la dejó una semana internada en el San Roque.
Con el tiempo volvió a manejar, ahora mirando los semáforos, por las dudas, y vio que nada había cambiado. Como las puertas automáticas de los grandes supermercados, los semáforos se le seguían poniendo en verde.
Tal vez por mantener cierta simetría cósmica o sobrenatural, su vida también poseía esa suerte de señales de avance. Todo aquello que se proponía, fuera un pequeño e ingenuo capricho o un arriesgado proyecto personal o laboral, era favorecido con claras muestras de aprobación de la Divina Providencia, como ofertas en la carnicería, lugar para estacionar en pleno centro en hora pico, el hallazgo de su media naranja y cosas por el estilo.
Pero el ser humano, como los demás, rasca el suelo desde que nace.
Se dirigía al centro por calle 7 y casi había terminado de pasar la rotonda cuando un auto que esperaba el semáforo sobre 32 recibió un fortísimo y silencioso golpe desde atrás que lo estreyó contra Perla. Ambos vehículos se elevaron con la violencia de una ola contra un murallón y cayeron sobre sus propios techos.
Atontada y con un ojo cegado por sangre semicoagulada vio que un hombre con campera amarilla, fuera de lugar respecto del calor que hacía, la sacaba del auto y la depositaba amorosamente, como seduciéndola, sobre el asfalto. Sabía, oía que había más personas, pero solo lo veía a él, que tapaba el cielo con su cabeza. Le dijo algo que ella no entendió y lo perdió de su campo visual. Trató se buscarlo girando la cabeza, pero algo le impedía mover el cuello. Volvió a mirar recto, hacia arriba. Había un semáforo con la luz verde, que luego se puso amarilla y después roja.



Juan Griss

3 comentarios:

Constanza Chasco dijo...

Muy bueno, amor! Me gusta que tu personaje consiga las grandes cosas de la vida como conseguirlugar para estacionar en pleno centro en hora pico o encontrar su media naranja jaja
Pero tengo una duda, ese hombre de campera amarilla será acaso el diputado Alfredo Olmedo buscando un voto???

Beso!

PESECITO dijo...

Muy bueno... interesante relato! un saludo!!

silvia dijo...

ta bueno !a veces aunque tarde ,algun semáforo rojo se te va a cruzar en el camino(que se creía Perla). besos